Por Álvaro Santi
Tarólogo y Escritor / @mundopsiquico

Hoy recibí en mi consulta a una mujer joven con un problema de índole emocional. Había tenido una relación que duró un par de años, pero terminó abruptamente a causa de una infidelidad de parte de él.

No dejaron de verse. Al principio usando al hijo de ambos como excusa; tiempo después reconociendo que la necesidad era de los dos, dieron un paso que a muchas parejas les resulta difícil: dejar de utilizar a un hijo para sostener un vínculo y asumir lo que a cada uno le corresponde dentro de ese contexto.

Sin embargo, mi clienta me explica que no puede dejar de verlo, aún cuando entiende que todo terminó y que él se encuentra ad portas de una nueva relación. Además me dice que siente culpa, porque cree que ella no se esforzó lo suficiente como para impedir que la relación finalizara.

Esto me dio para reflexionar en que nuestras relaciones son proyectivas, es decir, que tarde o temprano nos remiten a las relaciones que establecimos de niños con nuestros padres.

En este sentido, dentro de la lectura que realicé para esta joven mujer surgió una información clave en relación con su biografía: su padre, descrito por ella como un buen padre, pero mal marido, había sido infiel a su esposa, es decir a su madre, en más de una oportunidad. Cuando ocurrió por primera vez, mi clienta me dice que ella era una niña, y que desde ese momento asumió el rol de la heroína familiar, cuyo propósito era «rescatar a su familia de una desunión». Esto, que representaba para ella una gran y pesada carga ya que sentía el deber de acompañar a su madre en su sufrimiento y vigilar a su padre para que no se repitiera la infidelidad, se prolongó en el tiempo.

De tal manera, que como la vida emocional que experimentamos en la niñez tendemos a repetirla cuando somos adultos, mi clienta trasladó lo aprendido en su vida familiar a su relación actual, la que refleja de alguna manera un escenario similar al vivido en su infancia.

Todo parece mostrarnos que una parte de nuestro ser nos empuja a recrear una y otra vez las situaciones que no hemos sido capaces de superar o asimilar, con el sagrado fin de enfrentarnos a lo que llamo un nudo olvidado con el objeto de sacarlo a la luz y abordarlo. Ese nudo es como el síntoma de una enfermedad que no deja de presentarse hasta que sanamos su origen.

Sin embargo, nuestra cultura occidental nos ofrece atajos y soluciones que provienen del exterior y que, lejos de solucionar el problema, lo agravan aún más. Así como la medicina occidental nos ofrece químicos que presenta con el prefijo anti (antipirético, antibiótico, antigripal, etcétera) y donde no puede sanar, mutila, de la misma manera la publicidad nos seduce con sucedáneos de bienestar y felicidad.

Desarrollar la comunicación con los aspectos de nuestro ser nos brinda la posibilidad de desatar los nudos que impiden expresarnos en nuestras infinitas dimensiones y realizarnos en la vida.

Volvamos a nosotros, revisemos nuestra novela hasta el día de hoy, transformemos nuestras experiencias dolorosas. No solo cambiaremos el rumbo de nuestra existencia, sino que además repartiremos valiosos tesoros en el mundo.

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