Por Valeria Solís T.

No conocía la comunidad nativa shipiba que lleva cientos de años creciendo en torno del río Ucayali en el sector del Amazonas peruano. Un pueblo con personas de mediana altura y tez mate como troncos de árboles maduros, que suman cerca de 3 mil personas y cuya cultura se va desvaneciendo en los suelos arcillosos, atraídos por la cultura occidental, su educación, sus productos. Las más de cinco mil variedades de pescados que les da la naturaleza, los plátanos, yuca, gallinas y variedades de frutas les resulta tan connatural como la artesanía que crean y bordan las mujeres, pero los televisores y la música popular parecieran tener un imán que distrae.

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Telares elaborados por las mujeres de la comunidad shipiba.

Llegué a Pucallpa, norte de Perú, cerca de las 7 de la mañana. Al bajar del segundo avión que tomé durante la noche, me golpeó una humedad tibia. La agradable temperatura rompía los mitos de la selva agobiante. Una hora hacia el interior del Amazonas y llegaría a Ani Nii Shobo.

En el lugar están dispuestas 12 cabañas con vista a un hermoso lago que impacta por su belleza, por su suelo rojizo y la naturaleza bien cuidada, menos salvaje, pero profundamente fértil y curiosamente acogedora. La vida no para, dice Andrés en una conversación, y así es, en el lugar se escucha un incesante sonido de pájaros diversos, insectos, vientos y brisas. En la noche, marcada por “el bocinazo” de un pájaro llamado chicharra que anuncia a la selva la llegada de la noche a las 6 de la tarde en punto, le da pie a otros sonidos: murciélagos, murmullos de aves, cigarras, ranas, quizá.

El agotamiento inicial fue repuesto por un frugal desayuno de yogurt, cereales, jugos, leche, quesos y pan integral hecho la noche anterior. Un rito que se repetiría diariamente, aunque con el correr de los días, acompañado de nuevos ingredientes, los jarabes hechos de plantas nativas de acuerdo con la “dolencia” del cobijado en el centro de sanación espiritual.

Otro rito diario era el sauna individual, compuesto por una enorme olla con plantas desconocidas que expelían un olor agradable y que yo misma revolvía, uno era a las diez de la mañana y el otro a las cuatro de la tarde. La idea, desintoxicarse, mental y físicamente de todo lo que trae el cuerpo, consciente o no, desde la ciudad “civilizada”. Tras el sauna que puede durar entre 10 y 20 minutos dependiendo del aguante de cada persona (sólo el último día alcancé apenas los diez minutos) había que bañarse para limpiar las toxinas hechas agua en el cuerpo y luego tomarse un brebaje refrescante de color verde llamado Marusa y que servía para calmar la mente.

Era mi primer día tras un largo viaje y me sentía cada vez más repuesta y descansada, con una2012-09-15 20.04.06 extraña sensación de haber llegado “a casa”. Ya de noche creí comprender el espíritu del lugar, una estadía por una semana es humilde, pero un vital acercamiento a reponer el cuerpo, la mente, las emociones y principalmente darle empoderamiento al espíritu. También, es un lugar de sanación físico y mental (días antes de mi llegada había estado durante un mes, un adulto con diabetes, cuya rebeldía generó más de un dolor de cabeza).

Me enteraría que a través del uso de las plantas medicinales cuyo uso conoce casi en exclusiva el chamán Roger López se podrían curar enfermedades físicas, mentales, emocionales, desde enfisemas pulmonares, diabetes, sicosis, adicciones graves, depresiones, etc. Asimismo, aquella imagen que idealmente uno tiene de una persona dedicada a la salud, acá se reproducía perfectamente, pues cada persona era tratada de una manera particular y no estandarizada, eso explicaría por qué el chamán shipibo ve urgente la necesidad de dar a conocer sus tradiciones, al no encontrar discípulos (a excepción de un japonés que lleva dos años aprendiendo con él), pues se podrá escribir un libro sobre el tipo de plantas nativas, pero no de su uso o procedimiento, pues eso está dado por el paciente y el tiempo de experiencia del chamán con la planta.

Entre las miles de plantas de este sector del Amazonas para armonizar, energizar, sanar, fortalecer, existe una planta medicinal matriz, cuyo espíritu (uno acá comprende que efectivamente todas las plantas tienen su luz espiritual) guía al chamán o a la persona que lo consume: la ayahuasca. Una medicina que empleada negligentemente, como una suerte de alucinógeno en el mundo occidental, pero cuyo poder de transformación terapéutico, es insospechado. Estando en este lugar, resulta ofensivo saber que la toma de ayahuasca sea para tener experiencias extra sensoriales, pues el mal uso de éste podría generar daños fatales. En Ani Nii Shobo, se prepara a la persona y su cuerpo para el uso de esta medicina, eso lo sabría con claridad, al día siguiente de mi viaje.

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Olga Agustín, esposa y compañera del Chamán Roger López. Al lado derecho, la chamana mama Ida.

El chamán Roger realizaba tres ceremonias a la semana, los días lunes, miércoles y viernes, a las 21 horas. El lugar de ceremonia se llama Maloka, un espacio de madera (como toda la infraestructura del lodge de sanación) de 11 lados, techo alto y mosqueteros que reemplazan los vidrios. Para la primera ceremonia había que mantener la rutina del sauna individual, pero se sumaba una limpieza intestinal, por lo cual, tras mi delicioso desayuno me sirvieron una gran tazón con un líquido blanco, con sabor a leche de magnesia, llamado Ojé, la resina de un árbol. Mientras tomaba el poco sabroso líquido me explicaban que uno podría estar unas cinco horas en torno del baño. Tras ver las reacciones de otros acompañantes chilenos que habían llegado al lugar, consideré que mi participación había sido súper decorosa.

En Ani Nii shobo no hay luz eléctrica, lo que no parece un problema si uno se quiere desconectar de la civilización. Sólo en la casa comedor se mantiene luz con generador desde las 6 de la tarde, ahí los visitantes aprovechan de comer, conversar y cargar celulares u otros. Curiosamente el día se acorta y todos se van a sus acogedoras cabañas frente al lago acompañados de unas velas y de una noche bañada de luciérnagas y estrellas. Ese escenario me hacía pensar que a veces la poesía se manifiesta y no se inventa. El paisaje, las comidas y las personas con las cuales me tocó compartir lo sentí y viví como un micro universo, donde lo que se hacía, comía y conversaba confluía en sentirse parte de la naturaleza, una que se agradece y bendice.

Era lunes y se iniciaba la primera ceremonia de la ayahuasca. Tras una paulatina preparación del cuerpo, el chamán Roger encabeza la ceremonia en la Maloka. A las 21 horas en punto los visitantes nos aprestamos a vivir lo que sería para muchos una experiencia inolvidable, lejos de una alucinación, seríamos acogidos por el espíritu maestro de una naturaleza madre.

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El chamán Walter explica el sentido de las plantas medicinales. En el suelo, las chamanas Francisca y mama Ida; al costado el chamán Manuel, limpiando los troncos de ayahuasca.

Al mediodía de ese día, nos advirtieron que nuestro almuerzo sería el único alimento, pues antes de la ceremonia chamánica había que guardar ayuno. No sentí ni urgencia ni hambre, sólo expectación de lo que podría ocurrirme con el consumo de ayahuasca (¿vomitaré?, ¿veré pájaros volando?, ¿me convertiré en puma?). Cuando el grupo de chilenos que andaba conmigo, (dos de los cuales iban a hacer un tratamiento en específico), llegábamos a la Maloka que estaba iluminada sólo con una vela en el centro. Vi nueve colchonetas con un recipiente a los pies de cada una de ellas. De pronto escucho una camioneta que estacionaba cerca de la puerta. Ahí entraría Roger, su hermano Walter y Mitsu, el joven japonés. Tras un saludo general, el chamán se sentó junto a sus ayudantes. Conversaban en shipibo. Luego la vela fue apagada y quedamos alumbrados por la noche, una noche sin luna.

El sueño parecía visitarme, así es que me recosté a esperar. Me distrajo el olor a tabaco, uno fuerte, pero menos molesto que los cigarros acostumbrados en Santiago. El tiempo empezó a perder protagonismo; en la oscuridad sentí que las horas no tenían trascendencia alguna. Cerré mis ojos y el chamán comenzó a cantar los Icaros en shipibo, los cuales interpreté como llamados sublimes. Recordé mis visitas al museo de arte precolombino, casi veinte años antes, cuando escuchaba esos Icaros sin saber sus nombres e imaginando ceremonias ancestrales. Me emocionó pensar que ahora era mi turno y que yo estaba ahí formando parte de un rito milenario. Pensaba esto cuando veo que Walter se acerca a cada uno con una botella y un pequeño vasito. Sentí un poco de vértigo frente a lo desconocido, pero una vez que llegó mi turno, Walter me saludó con tanta fraternidad que me calmé. Me explicó que sólo debía tomar un poco, porque esto era un proceso. En un solo trago tomé el líquido de color café oscuro (recuerden que no había luz) y de un sabor a café cargado, sin contemplación. Respiré y le di la espalda a todos; miré por la ventana que tenía a mi espalda, sólo un mosquetero me separaba de la naturaleza. Miré las luciérnagas, sentí los grillos y toda esa naturaleza viva que no paraba de respirar.

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En el comienzo de una ceremonia de ayahuasca, dentro de la Maloka.

Concluí que no me había pasado nada, que no tuve “mareación” como le llaman los chamanes a este estado de conciencia abierta. Me recosté en la colchoneta y cerré los ojos. A lo lejos sentía que algunos vomitaban, otros se paraban al baño, y sin querer ver los detalles de la escena comencé a sentir que la respiración de todos iba in crescendo. No era molesto, me resultaba divertido sentir que mi capacidad auditiva mejoraba considerablemente. No supe cuando me dormí, sino al despertar por los ícaros que cantaba Walter a mi lado. De un salto me senté y pensé si lo estaba imaginando o él realmente cantaba al lado mío. Con las piernas cruzadas él cantaba y movía su cuerpo en suaves círculos, al mirarlo con detención lo vi iluminado como si una luna llena lo estuviera bañando. Luego me pregunté por qué cantaba al lado mío y si ya no era hora de que se fuera junto al chamán. Decidí entonces tratar de seguir sus cantos y tarareé. Después él me preguntó cómo me sentía. Yo le di las gracias y lo aplaudí (no sé qué me hizo pensar en ese minuto que me daban un mini concierto). Me sentí feliz y eché mi cuerpo atrás, levanté mis brazos y las vi con la misma luminosidad con la que había visto a Walter, sólo me llamó la atención que mis manos parecían perderse en la luz. Entonces jugué y me pregunté si mis manos eran pezuñas o plumas, tras concluir que me gustaba más la idea de ser animal del aire que de la tierra me senté y los miré a todos; cada uno parecía vivir su propia experiencia, la cual comentaríamos al día siguiente. De pronto me dieron unas ganas locas de cantar, los ícaros ya habían cesado e inicié el canto de un mantra que había aprendido en mis clases de yoga kundalini. Repetí sin pudor e intentando mi mejor afinación: “rama-dasa, rama-dasa, sa- se- so -hung”. Me sentí en paz. Luego Andrés, quien estaba en la colchoneta al lado de la mía, nos indicó que ya podíamos comer e irnos a nuestras cabañas o quedarnos ahí. Algo pasó, como si todos hubiéramos “despertado” al mismo tiempo. Salí con dos de los compañeros de ruta. Eran las 2 de la madrugada.

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La habitación que arropó mi experiencia.

Al día siguiente, a la hora del desayuno con yogurt, cereales, frutas, mermeladas naturales, queso fresco, café y pan hecho durante la noche en la misma cocina, llegó Roger junto a Andrés. Al verlo me sorprendió lo joven que era, de noche creí verlo como un hombre mayor, que bordeaba los 60. En uno de los sillones del comedor se sentó a hablar con cada uno de nosotros. Cuando llegó mi turno me dijo, con una simpleza que bordeaba lo dulce, que cuando los seres humanos nacen, nacen con una luminosidad, una vitalidad muy fuerte y que a medida que pasa la vida, con las dificultades y obstáculos que trae consigo la realidad, en muchas ocasiones esa luz se van bloqueando o apagando. Yo lo escuchaba atenta. Luego me dijo: “bueno, es lo que te pasa a ti. A la altura de tu pecho anoche vi que tenías una sombra y esa sombra te ha hecho pensar cosas que no son buenas”. (Hasta ahí íbamos bien, con un poco de incertidumbre, pero me hacía sentido). Luego empezó a nombrarme pensamientos que yo había tenido en mi vida, algunos viejos, otros recientes. Abrí mis ojos con sorpresa y él continúo: “Yo te voy a ayudar, te voy a dejar unas medicinas que debes tomar estos días que te quedan, después te van a poner unas hojas envueltas con un paño en la cabeza, y en la próxima ceremonia voy a trabajar directamente contigo. Cuando vuelvas a Santiago llevarás dos litros de Sanango, una medicina que te energizará mucho”. Le agradecí sus palabras, sus remedios y le tocó el turno a otra persona.

Miércoles, 21 horas, entrábamos nuevamente a la Maloka. Esta vez Roger no pudo llegar porque tenía una reunión de la Federación de las comunidades del Amazonas, así es que la ceremonia la dirigió su hermano Walter. El comienzo fue el mismo del día lunes, luz apagada, sin luna, y él pasando por las colchonetas de cada uno de nosotros con el vasito y la botella de la medicina. Al tocar mi turno me explica que esta vez tomaría un poco más, pero no alcanzaba a ser la mitad del vasito. Al tomarlo, dos sorbos y medio, sentí arcadas, pero no lo suficiente como para vomitar. Sentada esperé que pasara el malestar hasta que mi estómago empezó a revolverse. Me paré con tranquilidad y fui al baño. Vomité y me desilusioné al pensar que votaría toda la ayahuasca. Bastó ese pensamiento para que dejara de vomitar, me lavé la boca y volví con plena calma a mi colchoneta.

Esta vez le pedí un cigarro a Andrés, una suerte de puro llamado camacho, cuyo humo seIMG_0284 mantiene en la boca y no se traga. El sueño de nuevo llegaba a mis pies y me recosté. Walter comenzó a silbar rítmicamente, antes de cantar los ícaros. Cerré mis ojos y sentí un cariñoso bienestar, una placentera comodidad, hasta que de pronto vi la imagen de mi padre a los pies de mi cama, esperando que yo me durmiera. Tenía unos cinco años. El silbido de Walter se mezcló con el de mi papá, sentí una contención tremenda. Luego aparecieron una seguidilla de recuerdos de infancia, de los buenos, de los alegres, paseos de colegio, baños de tina a los tres años, todos recuerdos anteriores a mis 12 años. Estaba feliz y mi frase interior era: ¡no lo puedo creer! Claramente se había abierto una puerta a mi pasado, una suerte de regresión de momentos de mi vida que me mostraban experiencias revitalizadoras.

De pronto abrí los ojos y me senté. Vi a todos mis compañeros de ceremonia en sus procesos internos y algo me hizo pensar que yo podría hacer preguntas internas. Lo tomé como un juego, algo que fluía sin pensar, entonces me puse a preguntar (en silencio) con los ojos abiertos y luego cerraba mis ojos y aparecían imágenes que respondían a mis preguntas. Una de ellas fue en relación a mis abuelos paternos, fallecidos hace más de dos décadas. Los vi con claridad, yo no tenía más de cinco años, pero lo más curioso es que podía ver con lujo de detalle los espacios físicos, el color de las murallas, los cuadros, las puertas del clóset, la cocina, las ollas. Fue tan concreta la presencia de ellos que abrí los ojos para llorar de emoción, lloré y lloré. Di las gracias en silencio, di las gracias por estar ahí, di las gracias por cómo era la vida.

Cuando me calmé, seguí con mis preguntas, las que tenían que ver con cosas futuras, al cerrar los ojos me mostraban imágenes unidas por flechas. Comprendí o pude ver en concreto ese orden, universal lo llamo yo, donde nada está al azar. La última imagen que vi antes de volver de la “mareación” fueron dos flores blancas entrelazadas.

A las 3 de la mañana ya estaba en mi cabaña alumbrada con una sola vela (no necesitaba más) y me regocijé en mis nuevos recuerdos que volvieron a hacerse conscientes, me sentí agradecida de tocar un poco de vida sin tiempo. Luego me quedé a oscuras y extendí mis brazos como lo había hecho el primer día de ceremonia. No vi nada, ¡ y lógico si estaba todo completamente oscuro, sin luz de luna! Sonreí y me dormí.

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Con mis compañeros de experiencia caminando por las tierras anaranjadas.

El viernes sería mi última ceremonia, pero sentí que lo que había vivido había sido lo suficientemente intenso y que me faltaban días para asimilarlo bien (sigo haciéndolo hoy día). Le pregunté a Walter si alteraba mi proceso el no ir a la ceremonia. El me dijo que no tomara nada, pero que estuviera con mis compañeros chilenos, que a esa altura los sentía como mis hermanos. Así lo hice, pero antes me pusieron las hierbas, que me había recetado en chamán, en la cabeza y me cubrieron con un turbante blanco, nada de sexy, pero no venía al caso.

Con ese look participé en la ceremonia, pensando además que me aburriría, pero cuando Roger y Walter iniciaron los ícaros me dormí inmediatamente. Desperté con un pesado dolor de cabeza, Walter al acercarse me dijo que me sacara el turbante. Luego cantó a mi lado. Creo que la palabra agradecimiento era demasiado pequeña para mi sentimiento, el pecho se me iba extendiendo. Con su tabaco, Walter me echó humo sobre mi cabeza, luego me dijo que pusiera mis manos unidas y las envolvió del fino humo, lo mismo hizo con mis pies. Después de un rato se volvió a acercar y le dije que el dolor de cabeza había vuelto. Según me dijeron días anteriores, los chamanes no tocan el cuerpo de sus pacientes, pero esta vez Walter se acercó, me pidió permiso, tomó mi cabeza y dio un tirón. No me dolió y el dolor de cabeza desapareció al segundo. Luego fumó el tabaco y lo echó varias veces sobre mi cabeza y me dijo: “los chamanes te regalamos nuestra energía para que la lleves siempre contigo”.

Lloré de emoción y nuevamente pensé: la palabra agradecimiento es demasiado pequeña para lo que siento.

 Fotografías: Valeria Solís T. y gentileza de Ani Nii Shobo

*Extracto del libro «Saborear las guindas. Experiencias de sanación espiritual», Valeria Solís T., 2013.

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